
Cúpulas azules en el corazón de la Ruta de la Seda
Sin lugar a dudas a todo el mundo le suena el nombre de Samarcanda, y a aquellas personas que aún no han tenido el privilegio de viajar hasta allí, es probable que al evocar su nombre les haga soñar en los cuentos orientales de las “mil y una noches”. Desconozco los mecanismos, pero cuando se citan algunas ciudades del mundo, como Isfahán o Katmandú, a quienes les gusta y tienen pasión por viajar, se les enciende el deseo de hacer las maletas y trasladarse hacia esos mundos supuestamente llenos de exotismo, olores, colores y hablas melodiosas y extrañas. Con Samarcanda sucede este fenómeno pero ampliado.
Mucho antes de que Tamerlán decidiera convertir Samarcanda en su capital, este rincón de Asia Central ya era un importante cruce de culturas. El nombre primitivo de la ciudad era Afrasiab y su fundación se remonta al siglo VII a. C. Hoy, a las afueras de Samarcanda aún pueden verse algunos vestigios de aquella importante y determinante metrópoli. Afrasiab, capital del estado de Sogdiana, fue uno de los epicentros del imperio Aqueménide de Ciro II el Grande, en el siglo VI a. C. Más adelante, en el siglo IV a. C. tuvo un destacado protagonismo durante las campañas del macedonio Alejandro Magno. A partir del siglo II a. C. la estratégica ubicación de la ciudad le valió ser un punto vital de la Ruta de la Seda, y así se convirtió en un destacado centro del comercio entre el Oriente y las culturas del Mediterráneo.
El año 622 de nuestra era, unas nuevas ideas filosóficas y sobre todo religiosas fueron extendiéndose como una mancha de aceite por el Oriente: llegaba el Islam. El 712 el árabe Kuteiba-ibn conquistó Afrasiab y transformó la cultura que en aquel momento imperaba, de fuerte influencia turcomana, en un reino de corte musulmán. A pesar de que la entrada del Islam supuso una conmoción considerable en las relaciones entre países y un descenso en la importancia de la Ruta de la Seda, la ciudad siguió siendo un centro administrativo destacado.
En el siglo noveno hizo entrada una nueva dinastía, los samánidas, originarios de la vecina Bujara y dominadores de parte del imperio persa. Ya en el siglo XI de nuevo los turcomanos, esta vez bajo la batuta de una dinastía recién nacida, el selyúcidas, ocupan el poder de buena parte de Asia Central y Persia, y la ciudad se pasa a llamarse Altigin. A mitad del siglo doce Samarcanda se convierte en la capital del principado de Karajánida, tras la derrota del sultán selyúcida ante las huestes mongoles del kanato de Kara-Khitai. Hasta ese momento Samarcanda fue uno de los centros urbanos más esplendorosos en el oeste de China y el norte de Persia.
En el año 1220 el caudillo mongol Temujin, más conocido como Gengis Khan entró en Samarcanda y prácticamente la destruyó. Se dice que la ciudad pasó de 400.000 habitantes a 100.000, y las malas lenguas aseguraban que los bordes de los caminos, entre una ciudad y otra, se señalaban con hitos hechas con calaveras humanas. A pesar de que Gengis Khan lograra formar el imperio más grande del mundo, que iba desde Hungría a la actual Corea del Sur, pasando por la India y el norte de Vietnam, apenas dejó huella cultural, además de que su imperio fuera el más efímero conocido.
El renacimiento de Samarcanda vino de la mano de un caudillo local de origen turco-mogol: Timur Lang (Timur el Cojo, conocido en Europa como Tamerlán). Este fue un personaje controvertido, por un lado era un sanguinario y cuando ocupaba un pueblo lo pasaba a sangre y fuego, un poco a imagen de su predecesor Gengis Khan -de hecho afirmaba que era su descendiente-. Pero en algunos casos fue muy considerado con alguna ciudad y con los artesanos y los hombres de ciencia. Samarcanda pasó a ser la capital de la dinastía Timúrida, con un territorio que iba desde Moscú (ciudad destruida y saqueada por las tropas de Tamerlán hasta Delhi, la India, ciudad también saqueada y de la que se llevó un gran tesoro. A partir de este momento comienza el embellecimiento de Samarcanda y el periodo más floreciente, el cual duró hasta el siglo XV.
La mejor herencia de Tamerlán fue que sus descendientes amaban a las artes y la cultura. Supieron asimilar las culturas de los países ocupados y darles todos los elementos necesarios para la reconstrucción. Si esto sucedía en otros lugares, en Samarcanda, la cuna del imperio, no se escatimaron esfuerzos para convertirla en la ciudad más bonita de Asia Central.
La edad de oro llegó de la mano de Ulugh Beg, nieto de Tamerlán. Con él la arquitectura, con fuertes influencias persas, la ciencia y las artes adquirieron un rango especial. El urbanismo de Samarcanda se convirtió en un ejemplo para todo el mundo islámico, desde el Mediterráneo hasta la India. Con Ulugh Beg se avanza en terrenos tan diversos como la poesía o la astronomía (en una colina a las afueras de la ciudad, se conserva un curioso edificio-observatorio que tenía por función los estudios astronómicos). Las mejores obras de arte son de la época de Ulug Beg y de sus sucesores timúridas: mezquitas como la de Bibi Khanum, una de las más grandes del mundo y madrazas como las tres que conforman la plaza de Registan, se consideran de lo mejor que ha salido de las manos de los arquitectos y artesanos musulmanes.
El inicio del declive de Samarcanda llegó con la ocupación de los uzbekos, pero nunca dejó de ser un referente estratégico. Con la conquista rusa (1868) la ciudad tomó un nuevo impulso, en especial después de que llegara la línea férrea del Caspio, permitiendo la unión del imperio del zar, entre la Rusia blanca y Asia Central. A partir del año 1924 el país pasó a ser la República Socialista Soviética de Uzbekistán y Samarcanda permaneció en segundo plano, pues ganaron en importancia ciudades como Bujara y sobre todo Tashkent. La actualidad de Samarcanda, tras la independencia de Uzbekistán en 1991, es el de un centro administrativo y capital de una región homónima. Desde que en 2001 varios conjuntos monumentales fueron declarados Patrimonio Mundial de la Unesco la ciudad se está convirtiendo en uno de los polos turísticos del país.
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